La protagonista de “Canción sin Nombre” y el camino de vida que la llevó hasta Cannes.
Cuando se encendieron las luces y los aplausos persistentes llenaron la sala del Teatro Croissette, Pamela Mendoza Arpi (30) escuchó su nombre pronunciarse con acento francés y caminó con paso firme hacia el estrado. Supo que la voz que allí dejaría escuchar no era solo suya sino también la de su madre, la de su abuela, la de las Georginas que el Perú ha olvidado. Entendió que ese momento representaba el final de un tiempo y el inicio de otro.
La protagonista de Canción sin nombre, acompañada del equipo que hizo posible la película, hilvanaba las frases guiada por la emoción contenida: “Mis orígenes son como los de la mujer que acabamos de ver. Y es gracias a las conquistas de estas mujeres, a todo el dolor y la violencia que enfrentan las familias migrantes, que puedo estar aquí”, dijo en castellano, ante un auditorio repleto de anglo y francoparlantes, a pesar de hablar perfectamente inglés. Fue una declaración de intenciones y, de alguna manera, también una reivindicación.
Tres días después de ese estreno intenso y movilizador, Pamela, que por primera vez pisa Europa, se prepara para tomar un tren que la llevará a recorrer Niza, París y Berlín. Nos sentamos en el café New York, New York , justo frente al Palais des Festivals, donde bulle el espíritu de Cannes. La promesa es una conversación corta antes de su partida.
¿Qué sentiste con todos los aplausos en Cannes?, le pregunté en un intento de ordenar las emociones que en estos días han sido intensas y diversas.
“Muy abrumada”, dice con la voz entrecortada. Un breve silencio se apodera de la escena. Pamela respira, se recupera y continúa:
“Me conmovió bastante que aplaudieran sin siquiera entenderme. Lo gestual ya era bastante. Entendí lo poderoso del momento. Quería que en esas palabras estemos todas las mujeres vulneradas retratadas para hacer justicia a sus conquistas. Lo que han sufrido, lo que han hecho, lo que han conseguido ha quedado en lo anecdótico, sin reconocimiento alguno. Ya es hora de que nos miremos a nosotras mismas desnudamente, sin sesgos de por medio y digamos: estas somos nosotras y estos son nuestros orígenes”.
A Pamela, antropóloga, gestora cultural, actriz y, sobre todo, un espíritu tan curioso como rebelde, le costó mucho tiempo reconciliarse con sus raíces. Su madre, Anselma, una ayacuchana quechuahablante que había llegado a los 12 años a la capital, quien batalló contra todas las adversidades posibles en la Lima hostil de los ochenta, le prohibió aprender quechua y la alejó todo rastro de esa cultura que solo le había deparado sufrimiento: “Aprendí desde pequeña que aceptar esa parte de mi historia era ponerme en una situación de vulnerabilidad para la que no estaba preparada. Negarme el quechua y cuidarme todo el tiempo era su forma de protegerme”, dice.
Ahora, en medio de las emociones que provoca estar por primera vez en Cannes, las escenas que la marcaron regresan como pequeños sacudones a la conciencia y, ya procesados desde la distancia del tiempo, le permiten hacer confesiones sentidas. “Me dolía mucho ver a mi madre maltratada por la gente en la calle mientras vendía como ambulante. Allí me convencí de que parecerme a ella significaba recibir en el futuro toda esa violencia que la gente descargaba en su contra. Por eso desde niña y en la adolescencia busqué alejarme todo lo posible de ese parecido. Ahora es todo lo contrario: más que Pamela, yo quiero ser Arpi”, dice la actriz cuya relación con la mujer más importante de su vida fue por mucho tiempo una intensa e interminable batalla en nombre del amor y la identidad.
Extrovertida y locuaz desde la niñez, la menor de la familia Mendoza Arpi fue la única con ambiciones universitarias en un entorno acostumbrado a la dureza del trabajo precoz. Por eso, tuvo que buscar las oportunidades a contracorriente. Su madre, que se ganó la vida en la juventud primero como empleada doméstica, luego como vendedora ambulante y que, finalmente, encontró la estabilidad en el matrimonio, no veía para su hija otro destino que uno parecido al suyo. Por eso, Pamela dudaba en confiar sus planes e inquietudes. “Yo quería ser abogada. Pero mis padres no creían que eso fuera posible. Solo accedieron a pagarme un curso de computación en Senati. Así que me fui a Pronabec y busqué una beca. Obtuve una para la academia preuniversitaria Pitágoras. Y allí me preparé un año”, recuerda. Pamela aprovechó ese tiempo al máximo porque sabía que no tendría muchas oportunidades como esa.
Renunció a postular a San Marcos porque sentía que estaba en desventaja frente a la dura competencia de unos estudiantes mejor preparados académicamente y con más apoyo para seguir. Entonces eligió la universidad Villarreal y cambió el Derecho por la antropología. Se acercó desde el conocimiento a esos orígenes que tanto conflicto interno le causaban para encontrar respuestas y calma. Esta última no duró mucho.
El fantasma de la violencia que su madre había sufrido en la juventud y de la que intentó protegerla desde niña se le apareció y la obligó a dejar la universidad a mitad de carrera. Fueron tiempos de oscuridad y hasta de culpa. “Esto me ha pasado por no tener calle, pensaba yo. Porque me cuidaban mucho, por no saber identificar agresores y ser muy ingenua”, recuerda.
Fue entonces que se encontró con la actuación: primero como una terapia, luego como una poderosa manera de comunicar. Para entonces ya trabajaba en un call center para mantenerse y estudiaba inglés. “ No me gustaba que me ninguneen por no saber o por no hablarlo bien. Yo sentía que era un recurso de poder sobre otros, una herramienta necesaria”, dice la joven que se chocó varias veces con prejuicios sobre su barrio, sobre su universidad, sobre su origen.
El teatro la atrapó por primera vez en un taller en Pamplona, gracias a la recomendación de una amiga. Fue sanador y salvador para ella. Esta experiencia la motivó a probar un teatro más académico y así conoció a Mario Delgado. Pamela recuerda esa temporada como una escuela de actuación y de vida “Todos mis compañeros venían con aprendizaje previo y más preparación. Yo tenía mis violencias, mis miedos y la experiencia en Pamplona. Y entonces tenía que elegir: o me intimidaba y no seguía, o me mandaba. Y decidí mandarme, aún con el miedo encima”. Y sigue siendo así.
Despertares
Nacida en 1988, el mismo año en que se sitúa la historia de la Georgina de Canción sin nombre, la vida de Pamela se inició también entre violencia y estrecheces económicas. De su infancia guarda recuerdos nítidos y entrañables: el barrio de Villa María donde creció, el viaje a Puquio para conocer la tierra e sus padres y, antes todo eso, la carreta de su madre, vendedora ambulante, que fue cuna protectora y la primera ventana a un mundo que, a causa del terrorismo, se mostraba atemorizante.
“De esos años recuerdo la violencia pero también la fuerza de mi madre para enfrentarse a los problemas. Tenía 5 niños a su cargo, tres de ellos los hijos de una tía que murió al dar a luz”, dice orgullosa de ese legado luchador que sin duda posee.
Pamela recuerda que el miedo de su madre a los peligros de la calle y de la vida terminaban siempre por truncar sus actividades. “Cada vez que entraba a un espacio muy social, estaba poco tiempo y luego me sacaba por miedo. Pero recuerdo por ejemplo los desfiles escolares y cómo ganar en ellos significaba lograr mejoras para el colegio.”, dice.
El teatro que aparecería después de su prematura salida de la universidad se sumaría a ese sinfín de compromisos que ella asumió por sus ganas de ser y hacer más. “Si hay algo que siempre volvía a mi mente es que yo no estaba en las mismas condiciones que las demás. Ni cuando estudiaba, ni cuando hacía teatro. Con mis amigas era todo diferente. Ellas podían fluir, yo tenía que pensar en muchas otras cosas”, reconoce. Pero eso nunca la ha detenido. Solo la ha hecho cambiar de caminos y de estrategias.
Así, con la fuerza heredada y la entereza adquirida, en el 2015, decidió volver a la universidad que un día abandonó por culpa de la violencia y entonces se propuso no solo graduarse de antropóloga sino empezar una nueva etapa en su vida. “ Me demoré 5 años pero terminé de estudiar inglés y también aprendí quechua porque era una forma de acercarme a mis orígenes y a quien yo soy. Uno de los tratos que hice con mi madre en ese tiempo es que habláramos en casa en quechua y que volviéramos a cantar en esa lengua, como cuando era niña”, recuerda.
Cuando terminó la universidad en 2017, su vocación activista la llevó al siguiente paso en su carrera: la gestión cultural en un centro comunitario en San Juan de Lurigancho. Luego de eso aparecería la oportunidad de Canción sin nombre. “Para mí la película es un momento de poder. Es como cuando mi mamá aprendió a firmar. Y tengo presente a todos los que me han llevado a ese punto. Yo solo espero que después de esto todas puedan apropiarse de ese logro. Que muchas más puedan llegar aquí como yo”.
La canción de Pamela
Pamela Mendoza Arpi dibuja con sus palabras su perspectiva de la sociedad, la interpretación de su personaje y de la película, su feminismo crítico, su resiliencia su honestidad y deseo de cambiar el país e inspirar a las y los jóvenes.
¿Qué es el Perú?
-El Perú, en este momento, es un reto para mí. Estamos atravesados por muchos conflictos.y no es fácil surgir. Es racista, clasista. A cada rato te están dinamitando la seguridad. Por eso nosotros, las jóvenes y los jóvenes, que hemos accedido a estas oportunidades de salir de eso, de saber, necesitamos poner lo que hemos aprendido al servicio de otros.
¿Contra qué se enfrentan?
-Nos estamos enfrentando a la mirada ociosa, que siempre ve lo mismo. Por eso valoro tanto a Melina. Ella es diferente, estudió en Columbia University y tiene cosas que yo ambiciono. Ella fue a Villa del Salvador a apostar por una actriz desconocida.
¿ Qué es lo que se necesita para generar el cambio?
-Es necesario, al igual que lo hicieron nuestros mayores de distintas regiones, salir de nuestra zona de confort, que nos tiene tan ensimismados y crear empatía para aprender a mirarnos desde la diversidad. Necesitamos conseguir formatos más eficientes, más accesibles y más simples para comunicarnos porque si no vamos a repetir lo mismo, la misma violencia.
¿Quién es Georgina?
Yo soy una especie de Georgina 5.0, achorada, evolucionada y reloaded. Es una sujeta social que condensa a todas las mujeres que están en otros momentos de poder y de oposición, todas hemos empezado como Georgina. Es mi mamá, es mi abuela, es la fundadora del barrio, es la que marchó, es mis amigas.
En la película ¿a quién le está gritando?
Le está gritando al país, nos está gritando a todos que ella ya existe. Está pidiendo que la escuchemos, que la miremos porque está acá y nos está entregando tanto, transmitiendo saber y nosotros le estamos quitando el futuro al quitarle a su bebé. Es como un paralelo, como cuando muchas chicas como yo decidimos distanciarnos y volvernos huérfanas de nuestras madres y no parecernos a ellas.
¿Cómo hiciste para construir a este personaje?
La gente repara bastante en el peso que yo he ganado pero para mí eso es lo más cosmético. El real trabajo fue darle emociones tan auténticas y revivir el miedo. Para mí fueron unos días muy depresivos cuando me acerqué a la memoria. A partir de este acercamiento yo tengo un proyecto, un sueño, escribir una investigación que se llame Fundadoras y una pieza teatral del mismo nombre, donde me acerque a estas mujeres que han fundado nuestra ciudadanía en términos familiares, de barrio y de provincia. Lo que le pasó a mi mama escapando de su abuelo, yo lo viví en la universidad, yo escapé de la universidad.
¿Cuál fue la principal dificultad?
-El acento; ya tenía el cuerpo, ya tenía la memoria, ya tenía las emociones, el dolor atravesado. No quería ser una caricatura de acento como lo había visto mucho en el cine. También, la interpretación del papel implicaba una regresión al pasado que despertó una dificultad porque podía descuidar mi fortaleza. Ese fue el punto más complicado, recurrí a apoyo de Melina y otras amigas que me dirían de manera crítica si me estaba desviando, pero siempre cuidando mi vulnerabilidad.
¿Qué es Canción sin nombre?
-Para mi Canción sin nombre es un momento de poder, como cuando mi mamá aprendió a firmar, que tengo que compartirlo con todas las personas que me han permitido estar ahí. Espero que después de esta experiencia muchas y muchos puedan apropiarse de este logro y digan: si Arpi ha llegado hasta Cannes, hay que achorarnos y todos hay que mandarnos.
¿Quién es Arpi?
-Yo quiero decir mi nombre es Arpi. Yo soy la joven que ha hecho una regresión a la mujer de provincia que vino; yo soy la joven que se está encontrando con su mamá que ha venido de Puquio, con su abuela que no sabía leer. Soy esa joven que por ellas ha conseguido herramientas y ha venido a compartir lo conseguido.
Si estuviera tu mamá aquí. ¿Qué le dirías?
-A mi mamá…perdón.
La emoción vuelve a apoderarse del momento. Luego de una breve pausa, agrega:
Y gracias por tanta fuerza.
Y a mi papá le diría que lo amo.
Han pasado casi dos horas desde que empezamos la charla. El tiempo corre. Un tren la espera. Hay un camino largo por recorrer.
Entrevista: Claudia Blanco y Rolando Toledo
Imagen: Archivo Personal