“Cuando era pequeña, uno de mis hermanos mayores me llevaba a sus prácticas en el Instituto Pedagógico de Andahuaylas. Yo lo acompañaba, y me gustaba ir. Por ello puedo decir que desde pequeña me gustó la educación, y esto lo reafirmé conforme fui creciendo”, cuenta Miriam Cabezas Flores (39 años), andahuaylina, licenciada en educación y ganadora del premio El Maestro que deja Huella 2017. Otra influencia fundamental para ella es el origen quechuahablante de sus padres. En especial de su padre, quien con su chillador ejecutaba huaynos y cantaba en runa simi. Estos dos hechos -educación y quechua- marcaron su vida.
Miriam nació en Talavera, distrito de la provincia de Andahuaylas (Apurímac), a 2.820 metros de altura. Creció y se formó en medio de los Andes, junto con sus cuatro hermanos y padres. Allí gozó de la naturaleza, los carnavales, las fiestas patronales. También padeció las carencias propias de una de las zonas más pobres del país.
Luego de finalizar sus estudios y graduarse como licenciada en Educación, empezó a ejercer su profesión en 2004 pero, cuando quedó embarazada por primera vez, se dedicó a ser madre. Volvió a las aulas cuando su tercer hijo empezó a crecer y darle más espacio para otras actividades. Pero esta vez quería retomar su labor de otro modo, con otra mirada: hacer una labor social. Por ello decidió trabajar en el colegio José María Eguren, en San Antonio de Cachi, una comunidad rural a tres horas de distancia de su hogar.
Cuando Miriam llegó a ese colegio, en 2011, encontró que se trataba de uno multigrado, en el que compartían niñas y niños de distintas edades en una sola aula. Se trabajaba bien en castellano, de acuerdo con la currícula establecida. Trabajó dos años y luego se ausentó tres años para participar de un programa intercultural En 2015 regresó, y encontró otra realidad.
“En los dos primeros años de primaria no todos tenían el mismo grado de concentración y asimilación”, recuerda la profesora y actual directora de ese colegio. Y encontró rápidamente la explicación: el idioma en el que se enseñaba era el castellano. Algunos hablaban bien, pero otros no, por lo que el avance era irregular. “Les hablé en quechua a los chicos, todos me entendieron y decidí que lo que tenía que hacer era eso: enseñar en quechua, revalorar y difundir la lengua materna entre ellos”, explica.
Tuvo eco entre los alumnos. Les puso un cartel -Ñawinchasun (vamos a leer)- con el propósito de que adquirieran el gusto por la lectura y escritura en su lengua originaria.Y ella leía los textos en quechua, y veía que le entendían. Por fin, con ellos podía poner en práctica el programa de interculturalidad que había seguido. Miriam lo tiene claro. “La interculturalidad -asegura- ayudará a que los actuales pequeños valoren su cultura y saberes tradicionales cuando crezcan”. La duda vino de parte de los padres de familia. Ellos le decían que no querían que sus hijos fueran discriminados por hablar y leer en quechua, querían que fueran ‘mejores’ que ellos.
La maestra tuvo que lidiar con ese reparo, pero en lugar de retroceder tuvo que crear estrategias de convencimiento en los hogares de los alumnos. Un cambio fundamental fue ir a vivir a la comunidad. “Todos los lunes, de madrugada, parto hacia Cachi, y regreso a mi casa recién el viernes en la tarde, junto con mi hijo menor. No es un sacrificio, es algo práctico y eso me permite entrar en confianza con los alumnos, estar con ellos fuera del horario de clases”, dice.
Por otro lado, desarrolló círculos interaprendizaje entre colegas, conocimiento de las letras, conocimiento fonémico, fluidez en la lectura y adquisición de vocabulario para lograr la comprensión lectora. Además, involucró a la comunidad.
Convocó a reunión de padres de familia para convencerles de la necesidad de que sus hijos tengan un espacio en su casa para hacer sus tareas o reforzar lo aprendido en clases. Tuvo que visitar casa por casa y ayudar a la familia a lograr un espacio, por más pequeño que fuera. Poco a poco logró buenos resultados.
Los alumnos respondieron a las expectativas pedagógicas. Luego de presentar el proyecto Ñawinchasun al concurso que organiza anualmente Interbank y ganarlo, ella proyecta replicar su sistema en otras escuelas de Apurímac. Con el premio, estudiantes y sus padres quedaron contentos y orgullosos de sí mismos, y han destinado el dinero a implementar una biblioteca.
Miriam es profesora por vocación. La pobreza de Apurímac no la amilana, todo lo contrario. “Una profesora, un profesor, es lo más importante en zonas como la nuestra. Somos ‘todo’, mucho más que un simple docente. Es una gran responsabilidad social y cultural”, subraya. “Mi propósito es que las niñas y niños hablen, piensen, actúen y desarrollen con su lengua materna, pero sobre todo que sean íntegros y tengan las oportunidades que otros tienen en otras regiones”, finaliza.
Escribe: Alberto Ñiquen