En Puno puedo colaborar mucho más con un cambio como país
Cuando el padre de Naldi Delgado se enteró de que su hija dejaría Lima para viajar a Puno en el 2000, le dijo: “Si ya tomaste tu decisión, entonces ‘Chau’. Pero luego no me vengas a reclamar”. Naldi, entonces de 31, había visto un anuncio en el diario en el que la ONG Promujer buscaba profesionales para un programa que desarrollaría con mujeres de escasos recursos en el altiplano del Perú. “Fue difícil. Yo tenía la presión de mi papá que me ayudó a pagar la carrera de Economía en la Pacífico y él esperaba que yo trabajara en un banco o en un ministerio”, cuenta Naldi.
Los objetivos y prioridades de Naldi eran muy distintos a los de la mayoría de colegas. Ella estaba decepcionada de la burocracia estatal y del dinero como el único sinónimo del éxito. Naldi tenía la convicción de que no había estudiado para eso, sino para aplicar sus conocimientos directamente en la población. Por eso, cuando leyó la convocatoria que la llevaría a más de mil doscientos kilómetros de su ciudad, postuló inmediatamente. Lo hizo sin titubeos, a pesar de que por esos años, la gente de las regiones del interior del país buscaba migrar a la capital y no al revés. “Puno era vista como la Siberia, nadie quería viajar para quedarse a vivir allá. Todo mundo se burlaba de mí cuando supieron que postulé”.
Dos años fue lo que planeó quedarse en la región altiplánica cuando la eligieron para el puesto. Hoy lleva 18 años allí y ha formado una familia con su esposo y su hija adolescente. A pesar de haber nacido en Lima, a Naldi, no le costó demasiado acostumbrarse ni a la altura ni a la nueva vida: nunca tuvo soroche ni se enfermó. Tampoco le molestó que en aquellos años Puno no tuviera ni cine. Su rutina transcurría entre largas caminatas por los cerros y su labor diaria en Promujer, la organización que apoya a las mujeres de Nicaragua, Bolivia y Perú con créditos financieros y capacitación, gracias a que en 1999 ganó los fondos de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés).
“No solo se trataba de brindarles dinero sino también de instruirlas en finanzas, negocios y salud. Prestábamos desde S/100 hasta S/1.500 a las señoras que vendían gelatinas, golosinas, artesanías u otros productos”, recuerda Naldi, quien al principio se desempeñaba como gerenta financiera. El motivo para que la ONG trabajara con mujeres nació desde antes de que Naldi llegara. Según narra, dos mujeres fundadoras querían aportar a la educación de la niñez, pero se dieron cuenta de que el rol de la niñez dependía principalmente de las madres, así que decidieron apoyarlas con préstamos.
Así fue como Naldi, allá por el 2000, conoció a Lucy, una mujer aimara que tenía 27 años y que llegó solo porque sus amigas le insistieron para que fuera al taller de Promujer. Ni siquiera sabía en qué iba a invertir el préstamo que solicitaría. “Empezó a vender huevo frito con arroz y ahora es representante en Perú de una empresa internacional de suplementos dietéticos”, recuerda Naldi con mucho orgullo.
La misión era mucho más grande que dictar talleres o entregar préstamos. La realidad obligaba también a que la capacitación en salud fuera imprescindible. Sin embargo, era lo que más les costó. “Cuando les decíamos que debían ir a chequearse con el ginecólogo, por ejemplo, respondían que debía ser una doctora, porque si era un médico, sus esposos tenían que estar presentes”, recuerda la economista. Gracias a que la mayoría de promotoras eran mujeres —y ayudadas por el lema “una mujer sana es una mujer sin límites”—, lograron que las beneficiarias escucharan sus consejos y que acudieran a sus consultas.
El paso de Naldi por Promujer duró 14 años en los que conoció, aportó y transformó vidas con su conocimiento y compromiso. Llegó a ser la directora de la organización en el Perú, hasta que su hija de nombre ‘Aimara’ la motivó a emprender otro proyecto que mantiene hasta hoy: una escuela.
Cuando Aimara cumplió la edad suficiente para mudar del jardín a la escuela, Naldi y su esposo, Marco Antonio Escobar, buscaron un colegio para su niña, pero notaron que en Puno no había uno con las condiciones que ellos buscaban. “Quería que mi hija estudie en un colegio libre, que esté más sensibilizada con lo social, el medio ambiente y al arte. No quería que fuera una persona a la que solo le interese el éxito como sinónimo de dinero”, resalta Naldi. Entonces no se le ocurrió mejor idea que fundar ‘Pukara’ (que en aimara significa ‘fortaleza’), una escuela particular con esas características para que su hija y otros niños de Puno estudiaran. La construyó en el terreno que años atrás había comprado con su esposo para vivir a orillas del lago Titicaca.
Aunque debe lidiar cotidianamente con los padres para hacerles entender que el modelo educativo de Pukara es distinto, continúa firme y entusiasta con el proyecto. Hoy, a los 49, tiene la misma seguridad y convicción que la llevó a Puno. Está satisfecha con los frutos recogidos y los nuevos retos como gerenta país de Freedom From Hunger, una ONG que brinda asistencia técnica a otras asociaciones que trabajan con la población. “Siento que estando en Puno puedo colaborar mucho más con un cambio como país porque estás más cerca de la problemática real”, concluye. Si se tuviera que hablar de éxito, el suyo es de los más reales, porque que no se mide por cuantas cifras logró para sí misma sino por cuantas vidas transformó para siempre.